miércoles, 24 de agosto de 2016

El poder cultural- Alain de Benoist

     Cuando pretendemos caracterizar el debate político e ideológico que hoy tiene lugar
en los países occidentales, la palabra que más espontáneamente acude a nosotros es la
de “totalidad”. Nos hallamos ante un debate total, expresión que para nada alude a un
carácter o espíritu totalitario, aunque por desgracia la tentación totalitaria no siempre
está ausente de el, sino a que cada vez más, ese debate se refiere tanto a terrenos directa
y específicamente considerados “políticos” como a otros que hasta ahora
acostumbramos tener por neutros. Lo cierto es que, hace todavía pocos años, facciones y
partidos se enfrentaban sobre todo a propósito de cuestiones directamente políticas,
como las instituciones, el modo de gobernar, el sistema económico tenido por más
moral o más eficiente, etc., mientras mantenían un consenso tácito acerca de estructuras
elementales básicas. Rara vez era puesta en tela de juicio la familia y no se discutía la
utilidad de la escuela, de la medicina, de la psiquiatría, etc. Por último, se consideraba
que era hacedero y fácil llegar a un acuerdo sobre las verdades científicas; es decir,
sobre unas verdades de hecho conocidas por deducción lógicas o mediante el método
experimental. Esta situación ha cambiado por completo, y las sociedades modernas se
enfrentan a una contestación que no sólo recusa esta o aquella modalidad de poder o de
gobierno, sino que ataca a las estructuras mismas de la sociedad, denuncia su
“evidencia” como “convencional” y afirma que no hay diferencias entre hombres y
mujeres, que la autoridad de los padres sobre los hijos carece de justificación, que los
enfermos mentales son normales y la gente normal es la que está loca, que la medicina
enferma más que cura y , en fin, que los hechos científicos no deben ser juzgados según
su grado de verdad, sino de acuerdo con lo que ha sido llamado por Jean-Francoise
Revel la “devoción”; es decir, según su deseabilidad para las ideologías de moda.

    En tales condiciones, la noción misma de la política experimenta una transformación
considerable. Con frecuencia se dice que la “política lo ha invadido todo”; y es cierto,
como dice M.A. Macciochi, que la política ha pasado en todas partes al puesto de
mando. Para comprobar esta “politización absoluta” es al mismo tiempo reconocer que
la “política” no se hace ya sólo en los lugares tradicionales. Las ideologías han
adquirido conciencia de sí mismas: todas las esferas del pensamiento y de la acción, en
cuanto parte del espacio humano, se nos presentan dotadas de una dimensión
ideológica, debido a lo cual, los aspectos de la actividad o la reflexión no directamente
políticos han perdido la “neutralidad” que creíamos poder atribuirles.

    Cabe entonces la cuestión: la apuesta fundamental del político, ¿tiene lugar aún, en
lo esencial, en el ruedo de la política-política? Las competiciones electorales, ¿no serán
más bien la ocasión de medir de modo concreto la resultante política de una acción más
difusa, de tipo “metapolítico”, llevada a cabo fuera del estrecho círculo de los estados
mayores de los partidos? Plantear este tema supone traer a colación la existencia de un
poder cultural implantado paralelamente al poder político y que, en cierto modo, le
precede. Es también evocar la figura de ese gran teórico del poder cultural que fue el
comunista italiano Antonio Gramsci, cuya influencia en ciertos medios de la izquierda
es hoy considerable, y tal vez decisiva.

   En nuestros días hay que dar por sentado que la neutralidad no existe. Callarse
equivale simplemente a aumentar el poder de quienes hablan. En la esfera de las relaciones internacionales, la “neutralidad” frente a un problema o una situación
determinados supone sólo dejar nuestras fuerzas en reserva para otra ocasión. El mero
hecho de pertenecer a una escuela de pensamiento, de proclamarse partidario de una
doctrina filosófica o religiosa, de votar por un partido, de profesar ideas personales,
implica una toma de posición susceptible de ir extendiéndose progresivamente a todas
las esferas de conocimiento y actividad. Nada escapa a la ideología. El mundo es neutro
fuera del hombre porque fuera de él no hay una conciencia reflexiva en acción. Por el
contrario, en las sociedades humanas nada es neutro: sólo el hombre confiere sentido, y
no es hombre más que en la medida en que lo hace.

    Por otra parte hemos de tener en cuenta que una sociedad es una estructura en la que
todo depende de todo. Nuestra actividad intelectual nos lleva a separar, con fines de
análisis, los diferentes elementos constitutivos de esta estructura para comprender mejor
su disposición en intentar transformarla. Pero al mismo tiempo, esos métodos nos dan la
ilusión de que, las cosas son realmente unas distintas de otras, cuando en realidad no lo
son más que en nuestro entendimiento. (Digamos de pasada que es esta diferencia
profunda entre el mundo de las ideas y el mundo de los hechos -aquel mero reflejo
siempre imperfecto de este- lo que explica este carácter heterotélico de la acción
política, el hecho de que las consecuencias reales de los actos emprendidos difiera
siempre en alguna medida del efecto inicialmente buscado). En realidad, repitámoslo,
todo depende de todo. En una estructura social, el sentido de cada elemento depende no
sólo de su naturaleza intrínseca, sino también y sobre todo, de su posición con respecto
a los demás elementos. Naciones, pueblos e individuos tienen un sentido en tanto en
cuanto ocupan una determinada situación con respecto a los demás; y, como en el
ajedrez, no podemos obrar sobre este o aquel, modificar los enlaces que existen entre tal
y cual elemento, sin cambiar con ello una disposición más general. Cabe, por supuesto,
deplorar tal estado de cosas, como se puede deplorar la creciente influencia de las
ideologías, las “concepciones del mundo”; pero me parece imposible, hacer que sea de
otro modo.

    En cambio, lo que si es cierto es que las ideologías, las “concepciones del mundo”,
aunque siempre han estado presentes, no siempre han tenido la conciencia de sí mismas
que tienen hoy, vivir una época en que ya han sido abundantemente recogidas y
formalizadas en multitud de sistemas. Esta “toma de conciencia ideológica” es sin duda
consecuencia, directa o indirecta, de la revolución de 1798. Desde el momento en que el
principio de autoridad que regía de un modo natural las sociedades prerrevolucionarias
se vio discutido incluso en su legitimidad y sus fundamentos, todo lo que antes se daba
por supuesto, todo lo que era visto espontáneamente como parte integrante de un “orden
natural” pareció (con toda justicia) pura convención, es decir, una creación
subjetivamente humana, y como resultado surgió un número considerable de facciones
político-ideológicas que se decían depositarias de una nueva verdad y trataban de
hacerse con los resortes del poder, hemos asistido, a medida que se creaban frente al
poder establecido toda una serie de contrapoderes, a la difusión y multiplicación de los
centros de influencia ideológica.

    En la teoría marxista, la palabra “cultura” tiene un sentido muy preciso. Para los
ideólogos marxistas del tipo clásico, la cultura es ante todo una superestructura
ideológica, dependiente de la estructura material y económica de la sociedad y que, aun
tiempo, reproduce, perpetua y tiende a justificar esa estructura habituando a los espíritus
a los valores convencionales que encierra. En otras palabras, la cultura conforma las
mentes en función de la ideología dominante; de donde se sigue que sólo actuando
sobre la estructura económica (y, en consecuencia, política) pude lograrse la
transformación de la superestructura. En la semana 1974 del pensamiento marxista
(Paris, 16-22 de Enero de 1974), una de las sesiones versó sobre el tema: ¿Por qué la
cultura? Todos los oradores insistieron en que, a sus ojos, la cultura aún no abarcando la
totalidad de las colectividades humanas, es inseparable de su contexto socio-económico.
Como decía Jacques Cambaz, miembro del comité central de PCF, está “arraigada en el
conjunto de las actividades y de la práctica social”.

    Esta definición marxista ortodoxa de la cultura se vio discutida por los neo-
marxistas, algunos de cuyos representantes se dieron cuenta de que era factible invertir
el orden de las causas y los efectos, influir en la estructura de poder político y
económico operando sobre la “superestructura” cultural e ideológica. Fue este recíproco
de la ideología sobre las superestructuras bien analizado por Mao-tse-tung, el que en
parte sirvió de base a la concepción china de la revolución cultural, como fue también el
inspirador de los discípulos de Gramsci de oponer al poder civil e institucional un
contrapoder cultural y metapolítico idea de efectos hoy claramente perceptibles.

    A propósito de Gramsci, empecemos por algunas referencias biográficas. A.
Gramsci, nació en Cerdeña en 1891. Llegado a Turín en 1911, se hace miembro del
partido socialista, y más tarde del partido comunista, del que llegaría a ser uno de los
principales representantes durante los años veinte. En esta época –-inmediata después de
la revolución bolchevique de 1917-, la Internacional comunista sufre numerosas crisis.
Lenin, que en un principio había decidido acelerar las escisiones comunistas en el seno
de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos, cambia de táctica a partir de
1921 y preconiza una política de frente popular, que le parece la única susceptible de
contener los progresos de la reacción. En el PCI este súbito giro provoca un
enfrentamiento entre Gramsci, miembro desde 1922 del comité ejecutivo del
Komintern, y Bordiga, que pretende negarse a toda colaboración con los “social-
traidores”, es decir, con los socialdemócratas. Esta crisis interna del partido tiene
profundas consecuencias. Gramsci, elegido diputado en 1924, consigue dos años más
tarde hacer prevalecer su tesis y convertirse en secretario general del PCI. Pero es
demasiado tarde. Aislado de sus electores, agotado por las luchas intestinas, víctima de
tanto el auge del fascismo como de la crisis del movimiento comunista internacional, el
PCI acaba siendo proscrito. Gramsci es detenido, deportado a la isla de Utica y
condenado a veinte años de prisión.

    Es allí, en su celda, donde va a entregarse a una profunda reflexión sobre la praxis
marxista-leninista, y especialmente sobre las causas del fracaso social-comunista de los
años veinte. ¿Cómo es posible que la conciencia de los hombres marche con retraso
sobre lo que debería dictarles su conciencia de clase? ¿Cómo consiguen las clases
dominantes, minoritarias, hacerse obedecer de un modo natural por las dominadas,
mayoritarias? Tales son las cuestiones, que entre otras muchas, se plantea Gramsci; las
preguntas a las que va a tratar de responder estudiando con más detenimiento la noción
de ideología y estableciendo la decisión distintiva (y hoy clásica) entre “sociedad
política” y “sociedad civil”.

    Por sociedad civil (término tomado de Hegel) entiende Gramsci el conjunto del
sector “privado”; es decir, la esfera cultural, intelectual, religiosa y moral, en tanto que
expresadas en el sistema de deberes y obligaciones contenido en la jurisdicción, la
administración y las corporaciones, etc. El gran error de los comunistas, dice Gramsci,
ha sido creer que el Estado se reduce a un simple aparato político. En realidad, el Estado
“organiza el consentimiento”; o sea, dirige no sólo con ayuda de su aparato político,
sino por medio de una ideología implícita que descansa en valores admitidos y que la
mayoría de los miembros de esta sociedad dan por supuestos. Este aparato “civil”
engloba la cultura, las ideas, las costumbres, las tradiciones y hasta el sentido común.
En todos estos campos, no directamente políticos, actúa un poder en el que también se
apoya el Estado: el poder cultural. En otras palabras, el Estado no sólo ejerce su poder
mediante la coerción. Al lado de la dominación, de la autoridad directa, del mando que
ejerce por la Vía del poder político, disfruta también, gracias a la existencia y actividad
del poder cultural, de una especie de “hegemonía ideológica”, de una adhesión
espontánea de la mayoría de las mentes a una concepción de una cosa, a una visión del
mundo que lo consolida, a la vez que lo justifica, en los temas, valores e ideas que le
son propios. (Esta distinción no está muy lejos de la que hace Louis Althusser entre el
“aparato represivo” y los “aparatos ideológicos del Estado”).

    Apartándose de esto de Marx que reducía la sociedad civil a la infraestructura
económica y a la contracción entre las fuerza de producción y las estructuras de
apropiación del capital, Gramsci se da perfectamente cuenta -sin por ello subrayar con
la suficiente claridad que la ideología está estrechamente ligada a las mentalidades; es
decir, a la constitución mental de los pueblos- de que s en esta “sociedad civil” en la que
se elabora, difunde y reproducen los conceptos del mundo, las filosofías, las religiones y
todas las actividades intelectuales o espirituales, explícitas o implícitas, en las que el
consenso social se apoya para cristalizar, consolidarse y perpetuarse. A partir de aquí,
tras reintegrar a la sociedad civil al nivel de la superestructura y añadirle la ideología,
de la que depende, distingue en Occidente dos formas de superestructura; de una parte,
la sociedad civil, de otra la sociedad política (o, estado, propiamente dicho). Mientras
que en Oriente, el estado lo era todo, y la sociedad civil, algo primitivo y gelatinoso
(carta a Togliatti). En Occidente, y en especial en las sociedades modernas, de poder
político difusa, lo “civil” -la mentalidad de la época, el espíritu de los tiempos-
desempeña un papel considerable. Es este importante papel en el que los movimientos
comunistas de los años veinte no advirtieron ni tuvieron lo bastante en cuenta al
elaborar sus estrategias. Lo que les indujo a error fue el ejemplo de 1917; pero si Lenin
pudo acceder al poder fue (entre otras razones) porque en Rusia la sociedad civil
prácticamente no existía. Por el contrario, en las sociedades donde todos participan más
o menos íntimamente de esa ideología implícita que es la concepción espontánea del
mundo, donde reina una atmósfera cultural específica, no es posible la toma de poder
político sin ocupar antes el poder cultural. Así lo demuestra por ejemplo, la Revolución
francesa de 1789, sólo factible en la medida en que había sido preparada por una
revolución de los espíritus, en este caso por la difusión de las ideas de la filosofía de las
luces entre la aristocracia y la burguesía. En otras palabras, la subversión política no
crea una situación, sólo la consagra. Un grupo social, escribe Gramsci, puede ser
incluso dirigente antes de haber conquistado el poder gubernamental. Es una de las
condiciones esenciales para la conquista de ese poder. (Cuadernos de la cárcel). En esta
perspectiva, observa Helene Vedrine en su ensayo Filosofías de la Historia (Payot,
1975), “la tomadle poder no se lleva a cabo sólo mediante una insurrección política que
se apodera del Estado, sino mediante un largo trabajo ideológico en la sociedad civil
que permite preparar el terreno”.

    Vemos, pues, que Gramsci rechaza a la vez el leninismo clásico, con su teoría del
enfrentamiento revolucionario, el revisionismo estaliniano de los años treinta, con su
estrategia de frente popular (o de programa común), y las tesis de Kautski, con su idea
de una amplia unión obrera. De forma paralela al “trabajo de partido”, directamente
político, Gramsci propone emprender un trabajo cultural, consistente en sustituir la
hegemonía burguesa por una hegemonía cultural proletaria. Se trata de una tarea
indispensable para hacer compatible la mentalidad de la época (suma de su razón y de
su sensibilidad) con un mensaje político nuevo. Dicho de otro modo, para conseguir una
mayoría política duradera es preciso empezar por obtener la mayoría ideológica, porque
sólo cuando la sociedad establecida sea ganada para valores diferentes de los que son
propios empezará a sentirse insegura sobre sus bases y su poder efectivo a
desmoronarse. Entonces habrá llegado la hora de explotar la situación en el plano
político: la acción histórica o el sufragio universal y popular confirmarán -y
transpondrán al plano de las instituciones y del sistema de gobierno- una evolución ya
consumada en las mentalidades.

    Gramsci asigna, pues, a los intelectuales un papel muy preciso. Les exige que ganen
la guerra cultural. El intelectual es definido aquí por la función que desempeña frente a
un determinado tipo de sociedad o de producción. Por ejemplo dice Gramsci: “Cada
grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial dentro del
mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o varias
capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función,
no sólo en la esfera económica sino también en la social y política”. (Los intelectuales y
la organización de la política). Los intelectuales son, pues (en sentido no peyorativo),
los “viajantes” del grupo dominante; ellos organizan “el consentimiento espontáneo de
las grandes masas de población a la dirección que el grupo fundamental dominante
imprime a la vida social” y, a la vez, permiten “el funcionamiento del aparato coercitivo
del Estado”. A partir de aquí, Gramsci, procede a una nueva distinción entre los
intelectuales orgánicos, que propician la adhesión ideológica de un grupo social, y los
intelectuales tradicionales, representante de antiguos estratos sociales que han subsistido
a través de los cambios en las relaciones de producción. En lo que llamamos
“intelectuales orgánicos” recrea Gramsci el sujeto de la historia y de la política, el
“Nosotros, organizador de los demás grupos sociales”, para utilizar una expresión de
Henry Lefevre (El fin de la Historia. Minuit, 1970); lo que significa que el sujeto de la
historia no es ya el príncipe, ni el Estado, ni siquiera el partido, sino la vanguardia
intelectual comprometida con la clase obrera (o que, al menos, se tiene por tal). Es ella,
afirma Gramsci, la que, mediante un lento “trabajo de termitas” (que no puede menos
que recordarnos al “viejo topo” revolucionario del que habla Marx), debe cumplir una
función de clase, convirtiéndose en portavoz de los grupos representados en las fuerzas
de producción. Por último, es ella la que debe dar al proletariado la “homogeneidad
ideológica” y la conciencia necesaria para asegurar su hegemonía, concepto que en
Gramsci reemplaza y desborda al de “dictadura del proletariado”, en la medida en que
sobrepasa lo político para englobar lo cultural.

    De paso, Gramsci detalla los medios que estima apropiados para la “persuasión
permanente”: apelación a la sensibilidad popular, subversión de los valores que están en
el poder, creación de “héroes socialistas”, promoción del teatro, del folklore, de la
canción, etc... (medios para cuya definición se inspira en la experiencia inicial del
fascismo italiano y sus primeros éxitos). El comunismo, dice, debe contar sin duda con
la experiencia soviética, pero sin tratar de seguir pasivamente ese modelo. Por el
contrario, para la puesta a punto de un contrapoder cultural ha de tener en cuenta la
especificidad de las problemáticas nacionales y lo diverso de los caracteres populares.
La acción histórica y popular no puede hacer abstracción del temperamento, las
mentalidades, las herencias históricas, las culturas, las tradiciones y las relaciones de las
clases entre sí. (incluidos sus aspectos ideológicos).

    Gramsci -que escribe durante los años treinta- sabe muy bien que el “posfascismo”
no será socialista; pero piensa que ese periodo, en el que volverá a reinar el liberalismo,
proporcionará una excelente ocasión para practicar la infiltración cultural, pues los
partidarios del socialismo y del marxismo se encontrarán en una posición moralmente
muy fuerte. Cree que de este “rodeo democrático” surgirá un nuevo bloque histórico,
bajo la dirección de la clase obrera, mientras que los intelectuales tradicionales, cada
vez más marginados, acabarán por ser asimilados o destruidos. (Por “bloque histórico”,
concepto formado sobre todo a partir del estudio de la situación en el Mezzogiorno,
entiende Gramsci un sistema de alianzas políticas que asocien infraestructura y
superestructura centrado en torno al proletariado, pero sin identificarse con él, y basado
en la historia en el sentido marxista, es decir, en las relaciones y conflictos de clase que
se dan en la sociedad).

    Enfermo de tuberculosis, Antonio Gramsci, muere el 25 de Abril de 1937 en una
clínica italiana. Sus cuadernos de la cárcel, treinta y tres fascículos en total, son
recogidos por su cuñada, que empieza a hacerlos circular. Estos cuadernos van a tener,
al acabar la guerra, un éxito considerable, y a ejercer gran influencia, primero en la
evolución del partido comunista italiano, y más tarde en fracciones más generales de la
izquierda y la extrema izquierda de los países europeos.

    Desde cierto punto de vista, y si nos atenemos a los aspectos puramente
metodológicos de la teoría del “poder cultural algunas de las opiniones de Gramsci han
resultado proféticas. Por eso no debemos asombrarnos de la importancia que han tenido
en la evolución de la estrategia general de cierta contestación. Por lo demás, es evidente
que algunos rasgos característicos de las sociedades contemporáneas acentúan aun más -
y con ello facilitan- los efectos de esa estrategia. En primer lugar es preciso recordar que
el papel (potencia) de los intelectuales en el seno de la estructura social nunca ha sido
tan grande como hoy. Factores como la democratización de la enseñanza, la importancia
de los mass-media, la necesidad (creada por modas efímeras en continua revisión) de
encontrar nuevos talentos (reales o supuestos) y la creciente seducción que sobre los
líderes de la opinión ejercen las ideas en boga, de las que son reflejos unos sondeos que
se alimentan de sí mismos, permiten a la inteligencia ejercer un poder considerable. A
esto se añade la importancia creciente del ocio, que da un mayor espacio a la cultura y
facilita la puesta en circulación de ciertos temas y valores; y también la vulnerabilidad,
asimismo creciente, de la opinión pública a un mensaje metapolítico tanto más eficaz y
mejor recibido y asimilado en cuanto que su carácter de directriz y sugerencia no es
claramente percibido como tal, y por consiguiente, no tropieza con las mismas
reticencias racionales y conscientes que los mensajes directamente políticos. Toda la
fuerza de los espectáculos y de las modas reside en este último rasgo específico, en la
medida en que una novela, una película, una obra de teatro o un programa de televisión
será a la larga mucho más eficaz políticamente si al principio no es recibido como
político y se limita a provocar una lenta evolución, un pausado deslizamiento de las
mentalidades de un sistema de valores a otro. Por último, hay otro rasgo de las
sociedades actuales al que no podemos dejar de referirnos a propósito de la acción del
poder cultural. Es el hecho de que los regímenes liberales occidentales, por su propia
naturaleza, se encuentran muy mal equipados, cuando no totalmente desarmados, ante
esa transformación de las mentalidades t esta infiltración de los espíritus. Los poderes
liberales son prisioneros de sus propios principios en un doble sentido. De un lado en un
orden políticamente pluralista todas las ideologías en presencia tienen necesariamente
garantizada la concurrencia, y la sociedad no puede perseguir las ideologías subversivas
so pena de hacerse también ella (o ser considerada como) tiránica. El Estado puede
prohibir el uso de armas o de explosivos, pero difícilmente le es posible, sin atentar
contra el principio de la libertad de expresión, oponerse a la difusión de un libro o a la
representación de un espectáculo, que, sin embargo, constituyen en muchas ocasiones,
armas dirigidas contra él. Por eso, la sociedad liberal corre el riesgo de suicidarse
lentamente, al estar basada en el pluralismo. Tal pluralismo sólo es duradero si tiene a
favor el consenso de la mayoría de sus miembros, y la sociedad no puede suprimirlo sin
poner en cuestión sus propios fundamentos. Por otra parte, y como consecuencia de
ello, son precisamente los regímenes liberales, donde la inteligencia tiene mayores
libertades para ejercer su papel crítico, los que ofrecen un menor consenso. “El orden
pluralista -ha dicho Jean Baeler- se caracteriza por un pluralismo evanescente. En
efecto, el pluralismo político, el reconocimiento institucional de la legitimidad de
proyectos divergentes y en competencia, es intrínsicamente corruptor del consenso.
Basta ese mecanismo competitivo para que la pluralidad de partidos haga percatar cada
vez con mayor claridad de lo múltiple y variable de las posturas, las instituciones y los
valores. En último extremo, no queda nada sobre lo que los miembros de esa sociedad
se muestran unánimes”. ¿Qué es la ideología?, Gallimard, 1976.

    Se llega así a un círculo vicioso. La actividad de los intelectuales contribuye a
acabar con el consenso general, pues la difusión de las ideologías subversivas se suma a
los defectos intrínsecos de los regímenes pluralistas. Cuanto más se desmorona y reduce
el consenso, más crece la demanda ideológica, a la que precisamente responde la
actividad de los intelectuales. Correlativamente, el poder, obligado por la constitución a
tener en cuenta las variaciones de la opinión pública, y seducido también él por el
espejismo de las modas y el talento de la inteligencia, acaba muchas veces por favorecer
ese proceso de sustitución de valores del que acabará siendo víctima. Así se llega, bajo
la acción del poder cultural, a la inversión de la mayoría ideológica.






jueves, 11 de agosto de 2016

ARTHUR MOELLER VAN DEN BRUCK: BASES PARA UN CONSERVADURISMO REVOLUCIONARIO



Arthur Moeller van den Bruck fue uno de los más importantes, tal vez la figura más importante, de lo que se conoce como la “Revolución Conservadora” de principios del siglo XX en Alemania. Su influencia sobre el pensamiento conservador nacional alemán, a pesar de sus limitaciones, es profundo y duradero, y continua hasta el día de hoy. De hecho, puede haber algo de verdad en la mística declaración hecha por su esposa: “En el intento de responder la pregunta de quién fue Moeller van den Bruck, estás realmente hablando de una pregunta al destino de Alemania.”[1] Fue Moeller van den Bruck quien definió esencialmente la idea clave del conservadurismo revolucionario, una línea de pensamiento que haría eco a través de la historia alemana y llevaría incluso su influencia a un nivel internacional. Un examen de su vida y de su pensamiento filosófico es un examen de una de esas grandes fuerzas en el reino de las ideas que mueven a las naciones, y es por su valor intelectual que nuestro objetivo es realizar un examen tan sucinto.

Vida temprana y desarrollo.

Arthur Moeller van den Bruck nació el 23 de abril de 1876 en Solingen, en el área de Renania, Alemania.
A la edad de dieciséis, Moeller van den Bruck (de ahora en adelante, Moeller) fue expulsado de la escuela secundaria a la asistía en Dusseldorf debido a que era indiferente a las clases, lo que era producto de su preocupación por la literatura y filosofía alemana. Esta expulsión no impidió que continuara sus estudios literarios e incluso asistió a conferencias en varios centros intelectuales, aún cuando no fue capaz de entrar a una universidad.[2]
La filosofía de Friedrich Nietzsche (y hasta cierto punto la de Paul de Lagarde y la de Julius Langbehn) tuvieron mucha influencia en el pensamiento de Moeller durante su juventud y moldearon su posición respecto al Segundo Reich de Bismarck, un Estado con el que no estaba de acuerdo debido a su “forzado patriotismo”. En ese momento, Moeller era extremadamente “inpolítico”, por lo que decidió dejar Alemania en 1902 por un tiempo para así evitar el servicio militar.[3] El primer lugar al que viajó fue París, en donde comenzó a escribir un trabajo de ocho volúmenes  titulado Die Deutschen: unsere Menschengeschichte (“Los Alemanes: La Historia de Nuestro Pueblo”), publicado entre los años 1904 y 1910, que consistía en una historia cultural que clasificaba a alemanes significativos de acuerdo a tipos psicológicos característicos.[4]
Complementando Die Deutschen, Moeller publicó en 1905 Die Zeitgenossen (“Los Contemporáneos”), libro en el cual presentó sus conceptos de “pueblos viejos” y “pueblos jóvenes”, una idea que él reafirmaría en posteriores obras notables.[5] Durante este tiempo también adquirió una fascinación con el trabajo de Fyodor Dostoevsky y también una admiración por el “espíritu oriental [ruso]”, que lo motivó a realizar una traducción alemana de las obras de Dostoievski con la ayuda de Dmitry Merezhkovsky.[6]
Desde los años 1912 a 1914, Moeller había viajado a lo largo de varias naciones, especialmente a través de Italia, Inglaterra, Rusia y Escandinavia, teniendo previsto originalmente escribir libros que describirían las principales características de ciertas naciones, pero en última instancia, sólo terminó un libro sobre el arte italiano titulado Die Italienische Schönheit (“La Belleza Italiana”) en 1913.[7]

Primera Guerra Mundial, Pueblos Jóvenes y teoría racial.

Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, Moeller volvió a Alemania debido a un sentimiento de vinculación con su país y se alistó en el servicio militar. En 1916, después de haber sido dado de baja del ejército por padecer trastornos nerviosos, escribió una obra clave conocida comoDer preussische Stil (“El Estilo Prusiano”). Este libro, aunque su objetivo principal era la arquitectura prusiana, presenta el punto de vista que tenía Moeller sobre la naturaleza del carácter prusiano, el cual elogió, escribiendo que “El prusianismo es la voluntad al Estado, y la interpretación de la vida histórica como vida política en la que debemos actuar como hombres políticos”.[8]
En 1919, Moeller produjo otra de sus obras famosas conocida como Das Recht der Jungen Völker (“El Derecho de los Pueblos Jóvenes”), en el cual reafirmó su idea de “pueblos jóvenes” y “pueblos viejos” en una nueva forma. En esta teoría, los pueblos o naciones (völker) diferían en “edad”, lo cual no hace referencia a años o al tiempo actual, sino más bien a su carácter y comportamiento. Los “pueblos jóvenes”, entre los que incluyó a Alemania, Rusia y Estados Unidos, poseían una gran cantidad de vitalidad, trabajo duro, voluntad de poder, fuerza y energía. Los “pueblos viejos,” que incluían a Italia, Inglaterra y Francia, estaban saturados, altamente desarrollados, valoraban “la felicidad” sobre el trabajo y, en general, tenían una menor cantidad de energía y vitalidad.[9]
Según Moeller, el destino de los pueblos estaría determinado por la “ley del auge y decadencia de las naciones”, según la cual “todos los Estados inexorablemente caen de sus posiciones hegemónicas”.[10] Sin embargo, los “pueblos jóvenes” podrían ser derrotados en la guerra por una coalición de “pueblos viejos”, como lo había sido Alemania en la I Guerra Mundial, aunque esto no aplastaría a un “pueblo joven” si las condiciones resultantes dejaban a esa nación con la capacidad para existir y crecer. En consecuencia, Moeller abogó por una alianza entre Alemania, Estados Unidos y Rusia, esperando que con este esfuerzo los “Catorce Puntos” de Wilson podrían ser implementados y así Alemania viviría bajo condiciones razonables. Sin embargo, el tratado de paz resultante fue el Tratado de Versalles y no los Catorce Puntos.[11]
En Das Recht der Jungen Völker, Moeller también incluyó algunos escritos previos que había hecho sobre el tema de la raza. Moeller creía que los seres humanos no se podían dividir en razas exclusivamente por razones de antropología porque el hombre es “más que naturaleza.” Tenía una idea peculiar de la raza que presenta una dicotomía entre Rasse des Blutes (“raza de la sangre”), que se refiere al concepto biológico común de raza, y Rasse des Geistes (“raza del espíritu”), que se refiere al carácter psicológico o “espiritual” que no es determinado de forma hereditaria.[12]
Moeller argumentó que porque los pueblos de la misma raza biológica podían tener diferencias significativas entre ellos, siendo los ingleses y los alemanes un ejemplo de esto, la “raza de la sangre” no era tan poderosa o importante como la “raza del espíritu”. Es más, esto también fue probado por el hecho de que un pueblo puede formarse por medio de una mezcla de razas, como los prusianos (que eran el resultado de una antigua mezcla eslavo-germánica), pero que aún así tienen una forma positiva y unificada; aunque, por supuesto, cabe señalar que a pesar de este comentario, es probable que Moeller no hubiera aprobado la mezcla de ningún grupo europeo con razas no-europeas (es decir, no blancas).[13]

El Club Junio y el debate Spengler


En 1919, Moeller fundó, junto a Heinrich von Gleichen-Russwum y Eduard Stadtler el grupo “neoconservador” (otra forma de decir “conservador revolucionario”) conocido como Juniclub (Club Junio), una organización en la que Moeller pronto se convertiría en el principal ideólogo.[14] A comienzos de la década de 1920, el Club Junio invitó a Oswald Spengler a discutir su libro La Decadencia de Occidente con Moeller van den Bruck. Moeller y Spengler estuvieron de acuerdo en algunos puntos básicos, incluyendo la división entre Kultur (“Cultura”) yZivilisation (“Civilización”), pero a su vez tuvieron desacuerdos significativos.[15]
Moeller afirmaba que la teoría “morfológica” de Spengler de los ciclos de las culturas tenía algunas inexactitudes importantes. En primer lugar, discrepó con su visión rígidamente determinista y fatalista de la historia, en la cual el auge y decadencia de las Altas Culturas eran inevitables y que incluso podían predecirse, porque, por el contrario, para Moeller la historia era esencialmente impredecible; era “la historia de lo incalculable”.[16]
En segundo lugar, las naciones que según Spengler conformaban “Occidente” tenían grandes diferencias entre sí, especialmente en términos de pueblos “jóvenes” y “viejos”, lo que afectaba el hecho de su auge o decadencia, así como las diferencias culturales. Moeller escribió que debido a estas diferencias significativas claremente no había un “Occidente homogéneo” y “sólo por esa razón no puede haber ninguna decadencia homogénea.”[17]
No sólo eso, sino que la historia se asemeja a una “espiral” en lugar de a un “círculo”, y un país en decadencia en realidad podría revertir su caída si ciertos cambios psicológicos y eventos ocurrieran dentro de él. De hecho, Moeller consideró que incluso un país como Alemania no podía ser clasificado como “occidental” y que incluso tenía más en común, en términos de espíritu, con Rusia que con Francia e Inglaterra.[18]

El Tercer Imperio

En 1922, Moeller, junto con sus dos amigos Heinrich von Gleichen y Max Hildebert Boehm, publicó una colección de sus artículos en forma de un libro titulado Die Neue Front (“El Nuevo Frente”), que pretendía ser un manifiesto para jóvenes conservadores.[19] Un año más tarde, sin embargo, Moeller publicaría su propio manifiesto, Das Dritte Reich(traducido al inglés como “El Tercer Imperio de Alemania”), aunque cabe señalar que el término Reich significa “Imperio” en el sentido de un “reino” o un “dominio”, no de un Estado imperialista), que contenía la exposición más completa de su cosmovisión.[20]
El libro comienza con una declaración del ideal del Tercer Imperio que Alemania tenía el potencial para establecer, dando la advertencia de que Alemania debía adoptar una “mentalidad política”. En el primer capítulo discutió la Revolución Alemana de 1918 que estableció la República de Weimar, declarando que esta revolución introdujo ideas políticas no-alemanas que fueron impuestas por las potencias extranjeras de Francia e Inglaterra, y que debían ser superadas por una revolución nueva, conservadora y nacionalista.
Aquí Moeller también repitió su concepto de “pueblos jóvenes” y “pueblos viejos,” haciendo hincapié en que las naciones inglesa y francesa eran “viejas”, pero sagaces y experimentadas políticamente, mientras que Alemania era “joven” y vigorosa, pero se había comportado de manera inexperta e impetuosa. Para levantar a Alemania de la derrota en la que se la había colocado, sus líderes necesitarían precaución y experiencia política.
Para que Alemania pudiera salir de la situación de derrota en la que la colocaron sus líderes, estos necesitarían actuar con precaución y experiencia política. Moeller advirtió que si los dirigentes alemanes no podían manejar la situación política “con el máximo cuidado y habilidad” y con sabiduría, “el intento [de Alemania] terminará por sumergirnos una vez más en la impotencia, en la desintegración, en una no-existencia que va a durar esta vez no por décadas sino por siglos.”[21]
Las partes que suceden a “El Tercer Imperio de Alemania” examinan las cuatro típicos tipos ideológicos – revolucionario, liberal, reaccionario y conservador – en Alemania, junto a sus ideas y actitudes esenciales.

Revolucionarios, Socialismo y el Proletariado

El tipo político conocido como “revolucionario” o “radical”, que estuvo representado principalmente por los marxistas, sostenía  la visión errónea de que una nación y su sociedad podían ser totalmente transformadas mediante una revolución, rápidamente creando un nuevo mundo. Moeller creía que esto era una visión ingenua de la vida de las naciones, porque el pasado, costumbres, tradiciones y valores de una nación no pueden nunca simplemente ser dejados de lado por completo. “Podemos ser víctimas de las catástrofes que nos alcanzan, de las revoluciones que no podemos evitar, pero la tradición siempre resurge”.[22]
Moeller pasó mucho tiempo criticando los fundamentos ideológicos racionalistas y materialistas del marxismo. Criticó el racionalismo por no entender que “la razón” tenía límites y era algo totalmente diferente de la “comprensión”. “La razón debe ser una con la percepción. Esta razón dejó de percibir; ella simplemente calcula. La comprensión es instinto espiritual; la razón se convirtió en un mero cálculo intelectual.”[23] El materialismo (que comparte un vínculo con el racionalismo) y el racionalismo “abarcan todo excepto lo que es vital”. Como el racionalismo, el materialismo no podía entender la historia o la naturaleza del hombre:
La concepción materialista de la historia, que le da a la economía un peso mayor que al hombre, es una negación de la historia; niega todos los valores espirituales…. El hombre se rebela contra el mero animal en sí mismo; está lleno de determinación de no vivir sólo para el pan – o, en una etapa posterior, no sólo para la economía – toma conciencia de su dignidad humana. La concepción materialista de la historia nunca ha tomado conocimiento de estas cosas. Se ha concentrado en la mitad de la historia del hombre: y en la mitad menos acreditable.[24]
Por lo tanto el marxismo, porque fue fundado sobre tales ideas, cometió el error de concebir al hombre como un animal sin alma guiado únicamente por motivos económicos, mientras que en realidad ideas superiores y fuerzas espirituales guiaban sus acciones. Además, Marx no pudo entender que no había ningún proletariado internacional porque la gente, proletarios o no, se diferenciaban por pertenecer a diferentesvölker (esto a menudo se traduce como “naciones”, pero también puede ser entendido como “etnias”).
Moeller creía que este error era en parte producto del pensamiento racionalista de Marx así como de su origen judío, lo que le hizo ser “un extraño en Europa” que “se atrevió a inmiscuirse en los asuntos de los pueblos de Europa.” Moeller golpeó: “Judío que era, el sentimiento nacional le era incomprensible; racionalista que era, el sentimiento nacional era para él desactualizado.”[25]
Sin embargo, el socialismo en sí no estaba limitado al marxismo y, de hecho, “no existe el socialismo internacional… el socialismo comienza donde termina el marxismo.”[26] Moeller hizo un llamado al reconocimiento del hecho de que “cada pueblo tiene su propio socialismo” y que existía un conservadurismo “nacional socialista” de origen alemán que debía ser el fundamento del Tercer Imperio.
Este socialismo alemán era esencialmente una forma de corporativismo socialista, una “concepción corporativa del Estado y la economía,” que tenía sus bases en las ideas de pensadores como Friedrich List, Frieherr von Stein y Constantin Frantz, así como en el sistema del gremio medieval.[27] Otros notables intelectuales que fueron contemporáneos de Moeller, principalmente Oswald Spengler y Werner Sombart, abogaban por conceptos similares de “socialismo alemán”.[28]
Moeller también desafió el concepto de Marx del proletariado así como su concepto de la guerra de clases afirmando que “el proletariado es un proletario por su propio deseo”. Así, el proletariado en el sentido marxista no era un producto de su posición en la sociedad capitalista, sino simplemente de “la conciencia proletaria”. El socialismo es un “problema de  población” que es el “asunto socialista más urgente concebible” y al que Marx era incapaz de dar reconocimiento un apropiado.[29]
El problema del proletariado era esencialmente el problema de una nación con mucho excedente de población debido a la falta de “espacio vital”, lo cual implicaba que la gente comenzara a vivir en malas condiciones. Debido a que Alemania estaba siendo impedida por potencias extranjeras para resolver el problema de su población, “el proletariado está aprendiendo que si clases oprimidas sufren en el cuerpo, las naciones oprimidas sufren en el alma”. Tanto los alemanes proletarios como no-proletarios eran alemanes y tendrían que unirse para liberarse a sí mismos de la opresión, porque “sólo la nación en su conjunto puede liberarse.”[30]

Liberalismo y Democracia

El liberalismo fue atacado por Moeller por considerarlo una fuerza negativa que debía ser eliminada completamente y que era el principal enemigo tanto de la Izquierda revolucionaria y la Derecha conservadora. Moeller pensaba que el liberalismo está esencialmente basado en el individualismo, lo que significa no sólo la idea de que el individuo tiene valor sino que consiste en una especie de egoísmo que se niega a reconocer algo por encima del individuo y que incluso pone total valor al interés propio. “Los liberales dicen hacer todo lo que hacen por el bien de la gente; pero destruyen el sentido de comunidad que debe unir a los hombres excepcionales con el pueblo del que surgen.”[31]
Así, el liberalismo es una fuerza degenerativa que debilita a las naciones y atomiza la sociedad; es una ideología tolerada sólo por naciones que ya no tienen un sentido de unidad o “instinto de Estado.” Los liberales por lo tanto no tienen sentido de responsabilidad hacia su nación, siendo indiferentes a su pasado y su futuro, buscando sólo ventaja personal. El poder desintegrante de esta ideología es obvio: “Su sueño [el de los liberales] es la gran Internacional, en la que las diferencias entre pueblos y lenguas, razas y culturas serán destruidas.”[32]
Moeller llegó a la conclusión de que el liberalismo había creado una forma de Estado – la República – en la que la vieja aristocracia fue reemplazada por un “estrato peligroso, irresponsable, despiadado, intermedio” de políticos corruptos guiados únicamente por su propio interés. Moeller sostuvo incluso que los liberales no tenían una idea adecuada de libertad: “libertad significa para él [el liberal] simplemente un campo de acción para su propio egoísmo, y esto lo asegura mediante los dispositivos políticos que ha elaborado con ese propósito: el parlamentarismo y la así llamada democracia.”[33]
En lugar del concepto liberal-republicano de democracia, Moeller ofreció una nueva idea: “La cuestión de la democracia no es la cuestión de la república” sino más bien algo que surge cuando la gente “toma participación en la determinación de su propio destino”.[34] Los alemanes habían sido originalmente un pueblo democrático en tiempos antiguos, lo que no tenía nada que ver con derechos teóricos o incluso con votar, sino que con el vínculo de patrimonio y la ejecución por parte del monarca de la voluntad del pueblo.
Por lo tanto, incluso una monarquía fuerte podía ser una democracia. Sin embargo, Moeller creía que la vieja monarquía del Segundo Reich había perdido contacto con el pueblo y que un nuevo tipo de Estado monárquico debía entrar en vigor, “una democracia con un líder –no el parlamentarismo”.[35] Este líder aboliría el mandato de los partidos e instituiría un sistema en el cual los líderes “se sentirían uno con la nación” y “identificarían el destino de la nación con el suyo propio.”[36]

Reaccionarios y Conservadores

Reaccionarios y conservadores a menudo se consideran como lo sinónimos, pero Moeller enfatizó que existen importantes diferencias entre los dos grupos. Esencialmente un reaccionario es alguien que cree en una total restitución de las formas pasadas. Es decir, busca revertir la historia y traer de vuelta todas las prácticas antiguas, independientemente de si son realmente buenas o malas, porque cree que todo lo del pasado era bueno. Moeller así distingue al reaccionario de los conservadores:
La visión de la historia que tiene el reaccionario es superficial así como la del conservador es profunda. El reaccionario ve el mundo como lo ha conocido, mientras que el conservador lo ve como ha sido y siempre será. Distingue lo transitorio de lo eterno. Lo que ha sido nunca podrá ser de nuevo exactamente de la misma forma. Pero lo que el mundo ha dado a luz puede ser dado a luz de nuevo.[37]
Lo que esto quiere decir es que mientras un reaccionario busca revivir totalmente las formas del pasado, los conservadores entienden cómo funciona realmente el mundo. Las sociedades evolucionan y por lo tanto, cambian algunos valores y tradiciones, pero al mismo tiempo ciertas tradiciones y valores no cambian o no deben cambiar. El conservador intenta preservar los valores y costumbres que son buenas para la nación o son eternas en la naturaleza mientras simultáneamente acepta nuevos valores y prácticas cuando son útiles para la nación o cuando se reemplazan valores y prácticas viejas que, en efecto, eran negativas. Por lo tanto,
Él [el conservador] no tiene ambiciones de ver al mundo como un museo; lo prefiere como un taller, donde puede crear cosas que sirvan como nuevos cimientos. Su pensamiento difiere de los revolucionarios en el sentido que no confía en las cosas que fueron engendradas apresuradamente en el caos de la agitación; las cosas tienen un valor para él sólo cuando poseen cierta estabilidad. Los valores estables nacen de la tradición.[38]
¿Qué, entonces, es un “revolucionario conservador” o “conservador revolucionario”. En muchos sentidos, la definición de Moeller de conservador es básicamente equivalente a conservador revolucionario; quien valora lo que es eterno o bueno, dejando atrás lo que ya no es sostenible o está mal. Sin embargo, estrictamente hablando, para Moeller el conservador revolucionario es un conservador que combina ideas conservadoras y revolucionarias para el beneficio de la nación. Moeller escribió que el “pensamiento conservador revolucionario” es el “único que en una época de agitación garantiza la continuidad de la historia y la preserva de igual forma de la reacción y del caos.”[39] Por lo tanto, es un desarrollo necesario que reconoce y reconcilia “todas las antítesis  históricamente vivas entre nosotros,” refiriéndose a la reconciliación de ideas aparentemente contradictorias como el socialismo y el nacionalismo conservador.[40]

El nacionalismo conservador y el Tercer Imperio

Según Moeller, el conservadurismo y el nacionalismo están vinculados, lo que significa que un conservador es un nacionalista. Pero ¿cómo define “nacionalismo”, un término que a menudo tiene definiciones contradictorias? La nacionalidad (o, alternativamente, etnia) no se basa simplemente en nacer en un país específico y hablar su lengua, como a menudo se ha asumido en el pasado; una nación es en realidad definida por “su propia  carácter peculiar consistente en la manera en que los hombres de su sangre valoran la vida.”[41] De esta forma, Moeller escribió:
Conciencia de nacionalidad significa conciencia de los valores de vida de una nación. No sólo son alemanes los que hablan alemán o nacieron en Alemania, o posean sus derechos de ciudadano. El conservadurismo busca preservar los valores de una nación, tanto preservando los valores tradicionales, en cuanto éstos aún posean el poder de crecimiento, y asimilando todos los nuevos valores que aumenten la vitalidad de una nación. Una nación es una comunidad de valores; y el nacionalismo es una conciencia de valores.[42]
Es de interés señalar aquí que los intelectuales liberales-igualitarios afirman a menudo que los nacionalistas creen que una nación es una entidad totalmente inmutable en cuanto a carácter, mientras que el concepto de Moeller de conservadurismo y nacionalismo, como se explicó anteriormente, desafía completamente estos prejuicios anti nacionalistas. Del mismo modo, el socio de Moeller, el influyente pensador völkischMax Hildebert Boehm, opinó que un völk no era un organismo inmutable, sino que estaba permanentemente fluyendo.[43]
Finalmente, Moeller declaró que “El estado tambaleante amenazó con dejar a la nación en ruinas. Pero ha surgido una esperanza de salvación: un movimiento conservador-revolucionario de nacionalismo.”[44] El que “Establecerá un Tercer Imperio, un imperio nuevo y final” que uniría al pueblo alemán como un todo, estaría fundado sobre valores conservadores y el amor a la patria y que resolvería los problemas económicos y demográficos de Alemania. Sin embargo, Moeller destacó que el objetivo no era luchar sólo por Alemania, sino que “al mismo tiempo él [el nacionalista alemán] está luchando por la causa de Europa, por cada influencia europea que irradia de Alemania como centro de Europa.”[45]. Por lo tanto, el cumplimiento del destino de Alemania significaría la salvación de Europa.

Influencia y muerte

La gran visión de Moeller para el futuro del nacionalismo alemán y el conservadurismo tuvo mucha influencia entre los grupos de extrema Derecha en Alemania y fue fundamental en el desarrollo de “conservadurismo revolucionario”. Sin embargo, su influencia más prominente fue en el movimiento nacionalsocialista de Hitler, incluso al punto de que de Moeller a menudo se dice que es un precursor del nacionalsocialismo.
Aunque el término “Tercer Reich” no se originó con él, fue él quien lo popularizó durante la República de Weimar y fue la fuente de la cual los nacionalsocialistas lo adoptaron. Además, el concepto de Moeller de un líder que se identifica con la nación, el concepto de un “socialismo nacional”, su anti-liberalismo y su creencia en la importancia de la nacionalidad llevan a una relación obvia con nacionalsocialismo de Hitler.
Sin embargo, estas ideas no son exclusivas de Moeller o de Hitler y de hecho son anteriores a ambos. También existen diferencias llamativas entre Hitler y la cosmovisión de Moeller. Este último no compartía el anti-eslavismo de Hitler o su particular punto de vista racial y, a pesar del hecho de que consideraba a los judíos como un problema cultural en Europa, sus actitudes contra ellos eran muy leves en comparación a Hitler.
Cuando Hitler visitó el Club Junio en 1922 y tuvo una discusión con Moeller, este creía que si bien Hitler claramente estaba luchando por los intereses alemanes, no tenía las cualidades personales necesarias: “Hitler fue arruinado por su primitivismo proletario. No entendía cómo dar a su socialismo nacional cualquier base intelectual. Era la pasión encarnada, pero totalmente sin sentido de la proporción o medida.”[46] Según Otto Strasser, otro asociado de Moeller, Hitler tampoco entendía la frase de Moeller que rezaba “Éramos teutones, somos alemanes, seremos europeos,” lo que significaba que Alemania debía convertirse en “un miembro de la gran familia europea”.[47] A pesar de todo, Hitler aún admiraba a Moeller y una copia firmada de su Das Dritte Reich fue encontrada en el búnker de Hitler en 1945.[48] El resultado fue que Moeller se convirtió en una figura paradójica, admirada tanto por partidarios y adversarios de Hitler, simultáneamente.
Ya por el año 1925, Moeller comenzó a desesperarse por la situación política en Alemania y por varios acontecimientos negativos. Él no tenía ninguna confianza en las fuerzas políticas de Derecha que surgieron y se ha sugerido también que temía que los nacionalsocialistas abusaran o distorsionaran sus ideas. A medida que se retiraba del activismo político, Moeller se volvió más solitario y depresivo, siendo finalmente golpeado por un ataque de nervios, tras lo cual se suicidó el 30 de mayo de 1925.[49]  Pero al dejar este mundo, Moeller van den Brick dejó como legado su imponente visión:
El nacionalismo alemán lucha por el imperio posible…. No estamos pensando en la Europa de hoy que es muy indigna como para tener cualquier valor. Estamos pensando en la Europa de ayer y lo que puede ser rescatado para mañana. Estamos pensando en la Alemania de todos los tiempos, la Alemania con un pasado de dos mil años, la Alemania de un eterno presente que habita en el espíritu, pero que debe asegurarse en la realidad y esto puede sólo hacerse políticamente…. El mono y el tigre en el hombre están amenazando. La sombra de África cae sobre en Europa. Es nuestro deber ser guardianes en el umbral de los valores.[50]



[1] Lucy Moeller van den Bruck citada en Fritz Stern, The Politics of Cultural Despair (Berkeley & Los Angeles: University of California Press, 1974), 184
[2] Gerhard Krebs, “Moeller Van Den Bruck: Inventor of the ‘Third Reich,’” The American Political Science Review 35, nº 6 (Diciembre, 1941): 1085–86.
[3] Klemens von Klemperer, Germany’s New Conservatism: Its History and Dilemma in the Twentieth Century (Princeton: Princeton University Press, 1968), 154–55.
[4] Arthur Moeller van den Bruck, Die Deutschen, 8 vols. (Minden, Westphalia: J. C. C. Bruns, 1910).
[5] Krebs, “Moeller Van Den Bruck,” 1093.
[6] Kemperer, Germany’s New Conservatism, 155–56.
[7] Ibid., 156.
[8] Arthur Moeller van den Bruck, Der preussische Stil (Munich, 1916), 202. Citado en Klemperer, Germany’s New Conservatism, 156.
[9] Arthur Moeller van den Bruck, Das Recht der Jungen Völker (Munich: R. Piper & Co., 1919).
[10] Moeller citado en Krebs, “Moeller Van Den Bruck,” 1093.
[11] Klemperer, Germany’s New Conservatism, 158–59.
[12] Alain de Benoist, “Arthur Moeller van den Bruck,” Elementos: Revista de Metapolítica para una Civilización Europea no. 15 (11 Junio 2011): 29-30, 46.http://issuu.com/sebastianjlorenz/docs/elementos_n__15.
[13] Ibid.
[14]   Klemperer, Germany’s New Conservatism, 103.
[15] Benoist, “Arthur Moeller van den Bruck,” 40-41.
[16] Moeller, Das Recht der Jungen Völker, pp. 11–39. Citado en Zoltan Michael Szaz, “The Ideological Precursors of National Socialism,” The Western Political Quarterly 16, no. 4 (Diciembre, 1963): 942.
[17] Moeller citado en Stern, Politics of Cultural Despair, 239.
[18]   Benoist, “Arthur Moeller van den Bruck,” 30, 40-42.
[19] Klemperer, Germany’s New Conservatism, 232, y Krebs, “Moeller Van Den Bruck,” 1087.
[20] Arthur Moeller van den Bruck, Germany’s Third Empire (New York: Howard Fertig, 1971). Hacemos referencia a una edición más antigua de este trabajo, pero debe tenerse en cuenta que una nueva edición con bibliografía ampliada ha sido publicada recientemente por Arktos Media (Londres, 2012).
[21] Ibid., 24.
[22] Ibid., 223.
[23] Ibid., 212.
[24] Ibid., 55.
[25] Ibid., 43.
[26] Ibid., 76.
[27]   Ibid., 60, 74, 160.
[28] Ver Oswald Spengler, Selected Essays (Chicago: Gateway/Henry Regnery, 1967) y Werner Sombart, Economic Life in the Modern Age (New Brunswick, NJ, y Londres: Transaction Publishers, 2001).
[29] Moeller, Germany’s Third Empire, 160–62.
[30] Ibid., 161.
[31] Ibid., 90.
[32] Ibid.
[33] Ibid., 110.
[34] Ibid., 132.
[35] Ibid., 133.
[36] Ibid., 227.
[37] Ibid., 181.
[38] Ibid., 223.
[39] Ibid., 192.
[40] Ibid., 254.
[41] Ibid., 245.
[42] Ibid., 245.
[43] Ver Max Hildebert Boehm, Das eigenständige Volk (Göttingen: Vandenhoek & Ruprecht, 1932).
[44] Moeller, Germany’s Third Empire, 248.
[45] Ibid., 264.
[46] Moeller citado en Stern, Politics of Cultural Despair, 238.
[47] Otto Strasser, Hitler and I (Boston: Houghton Mifflin Co., 1940), 27 & 207.
[48] Thomas Grumke, “Arthur Moeller van den Bruck, Arthur (1876-1925),” en World Fascism: A Historical Encyclopedia, vol. 1, editada por Cyprian Blamires y Paul Jackson (Santa Barbara, CA: ABC-CLIO, 2006), 431.
[49] Stern, Politics of Cultural Despair, 266 y Benoist, “Arthur Moeller van den Bruck,” 57-58.
[50] Moeller, Germany’s Third Empire, 264.
Traducción por Sebastián Vera.